El letrero en el escaparate de la tienda donde
alcanzas a verte está en polaco.
Un hombre pasa raudo detrás de ti, casi gritando
a su móvil. Luego, una mujer
con un andar más distraído y un ramo recién comprado
que sujeta al revés. Todo ello en una calle repleta de carteristas
y con el olor omnipresente de algo horneándose.
Es una delicia ser anónima en una calle extranjera.
Quién imaginaba que se pudiera vivir así, teniendo idiomas
en lugar de relaciones, también con dificultad,
averiguando qué significa ser una mujer
al mirar las caras de los hombres que te cruzas.
Fui a ciudades lejanas, casi ni importaba
cuáles, tan motivada estaba para ser reverente.
Todas tenían el hermoso puente
que cruzaba un río gris y miope,
uno que masajea los ojos, enfoca
los pájaros que caen en picado para rozar el agua.
Las típicas cosas que antes no anhelaba
porque no sabía que podría tenerlas.
Pasé tanto tiempo en soledad que cuando de verdad me sentí sola
fue un vértigo.
Yo en la distancia es como entendía el mundo.
Mi ignorancia me había salvado, mis vicios me alimentaban,
y entonces cumplí los cuarenta. A mí que me encanta mirar y mirar
y no era capaz de ver qué hacían los otros.
Ahora pienso sobre divisas, equivalentes lingüísticos, lo
desiguales que son, mientras
mi reflejo se nubla en los escaparates.
Deseando estar lo más lejos posible, exactamente tanto como
contigo aún,
entrando sin rubor a un Starbucks (wifi gratis) para escribir esto.

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